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domingo, 23 de febrero de 2014

el reflejo

Hace unos días cogí un tren destino a Logroño sin apenas motivación, me puse mis cascos como siempre hacía, y de vez en cuando habría páginas de esa lectura obligatoria que me han mandado en la uni. Mi atención se centraba en el paisaje y en mis pensamientos, ignoraba ese librito que tenía en mis manos,  de hecho, olvidé por completo que me encontraba en un tren, estaba ensimismada, mi rostro se reflejaba en el cristal,  me miré y parecía cansada, tenía ojeras, mis ojos estaban afligidos y rojizos, no era la misma de siempre, aquella cara no tenía esa sonrisa con la que siempre me habían caracterizado, ¿qué me sucedía?, no lo sé. Quizá no estaba de humor o quizá me había levantado con el pie izquierdo o simplemente estaba cansada de la misma rutina de siempre: universidad y viajar. Recibí una llamada y contesté seria y apagada, pero la llamada acabó alegrándome, su fin era saber mi hora de llegada (¿qué cosas no?), todos gritando y alborotando mi regreso a la cuadra, fue genial oírlos.

Pronto llegué a Logroño y mi ánimo cambió por completo, me sentí como en mi casa, acogida y alegre, fue ver a mi caballo y sentir que lo echaba de menos, cada persona que se encontraba allí me recibió con un abrazo, pero no un abrazo cualquiera, eran abrazos de verdad (hay que ver lo simples que somos a veces… ¿un abrazo? ¿Hay algo más simple y más emotivo que eso? En fin.). Cuando me subí en mi caballo me sentí feliz, única, grande, importante, volvía a sonreír como siempre había hecho, esa sensación es una de las más perfectas que he sentido nunca, complicidad, armonía, cadencia, mi caballo y yo estábamos unidos. Hacía tiempo que  no lloraba por esa sensación, se me saltaban las lágrimas, me sentía orgullosa de esas gotitas estaba maravillada, posiblemente estuviera sensible por otras cuestiones pero lo importante era que lloraba de felicidad, montaba cada tranco, y sentía la fuerza de cada impulso con el objetivo de llegar a lo más alto. 


 Después de todo el fin de semana me volví a montar en el tren, esta vez con destino a Zaragoza y seguí el mismo proceso que a la ida, me senté sola con mis cascos y mi música , prescindí de mi libro y me puse a pensar: montar me cambia la vida, los hobbies hacen darte cuenta de que vales más de lo que piensas, te percatas de que debes obligarte a seguir entrenando para lograr tus objetivos cueste lo que cueste. Hacen que te des cuenta de que con esfuerzo todo se puede, de que los amigos lo son todo y siempre van a estar para animarte, de que llorar a veces es bueno, que esconder tus lágrimas no es siempre el camino correcto, y que cambiar de aires es lo que a uno le hace falta.  Y así es, me monté en el tren con ganas de seguir adelante, a no rendirme jamás, y a mirarme en reflejo del cristal con los ojos radiantes y achinados, llenos de emoción no lo solo por aquella sensación que tuve, sino porque había conseguido olvidarme de todo, me había centrado en mí, las mejillas sonrojadas y los pómulos hinchados acompañados con una amplia sonrisa, la misma sonrisa con la que pude encantar a todos mis amigos, qué digo encantarlos, con la que me encanté a mí misma. Volvía a ser yo por un instante y esa sensación me encantaba.

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