Hace unos días cogí un tren
destino a Logroño sin apenas motivación, me puse mis cascos como siempre hacía,
y de vez en cuando habría páginas de esa lectura obligatoria que me han mandado
en la uni. Mi atención se centraba en el paisaje y en mis pensamientos,
ignoraba ese librito que tenía en mis manos, de hecho, olvidé por completo que me
encontraba en un tren, estaba ensimismada, mi rostro se reflejaba en el
cristal, me miré y parecía cansada,
tenía ojeras, mis ojos estaban afligidos y rojizos, no era la misma de siempre,
aquella cara no tenía esa sonrisa con la que siempre me habían caracterizado,
¿qué me sucedía?, no lo sé. Quizá no estaba de humor o quizá me había levantado
con el pie izquierdo o simplemente estaba cansada de la misma rutina de
siempre: universidad y viajar. Recibí una llamada y contesté seria y apagada, pero
la llamada acabó alegrándome, su fin era saber mi hora de llegada (¿qué cosas
no?), todos gritando y alborotando mi regreso a la cuadra, fue genial oírlos.
Pronto llegué a Logroño y mi
ánimo cambió por completo, me sentí como en mi casa, acogida y alegre, fue ver
a mi caballo y sentir que lo echaba de menos, cada persona que se encontraba
allí me recibió con un abrazo, pero no un abrazo cualquiera, eran abrazos de
verdad (hay que ver lo simples que somos a veces… ¿un abrazo? ¿Hay algo más
simple y más emotivo que eso? En fin.). Cuando me subí en mi caballo me sentí
feliz, única, grande, importante, volvía a sonreír como siempre había hecho,
esa sensación es una de las más perfectas que he sentido nunca, complicidad,
armonía, cadencia, mi caballo y yo estábamos unidos. Hacía tiempo que no lloraba por esa sensación, se me saltaban
las lágrimas, me sentía orgullosa de esas gotitas estaba maravillada, posiblemente estuviera sensible por otras
cuestiones pero lo importante era que lloraba de felicidad, montaba cada
tranco, y sentía la fuerza de cada impulso con el objetivo de llegar a lo más
alto.
Después de todo el fin de semana me volví a montar
en el tren, esta vez con destino a Zaragoza y seguí el mismo proceso que a la
ida, me senté sola con mis cascos y mi música , prescindí de mi libro y me puse
a pensar: montar me cambia la vida, los hobbies hacen darte cuenta de que vales
más de lo que piensas, te percatas de que debes obligarte a seguir entrenando
para lograr tus objetivos cueste lo que cueste. Hacen que te des cuenta de que
con esfuerzo todo se puede, de que los amigos lo son todo y siempre van a estar
para animarte, de que llorar a veces es bueno, que esconder tus lágrimas no es
siempre el camino correcto, y que cambiar de aires es lo que a uno le hace
falta. Y así es, me monté en el tren con
ganas de seguir adelante, a no rendirme jamás, y a mirarme en reflejo del
cristal con los ojos radiantes y achinados, llenos de emoción no lo solo por
aquella sensación que tuve, sino porque había conseguido olvidarme de todo, me
había centrado en mí, las mejillas sonrojadas y los pómulos hinchados
acompañados con una amplia sonrisa, la misma sonrisa con la que pude encantar a
todos mis amigos, qué digo encantarlos, con la que me encanté a mí misma.
Volvía a ser yo por un instante y esa sensación me encantaba.